Entrada amorosa a papel de colgadura
¿Y uno qué puede decir del amor? El amor es una cosa que pasa y que nadie entiende y que todos tratamos de definir, de explicar, de poner en palabras, o en música, o en dibujos, o en fotos, tal como se ve en este papel de colgadura diez, tan enamorado —o mejor enamorante— como siempre.
Cuando terminaba la universidad hice un seminario durante todo un semestre sobre el Amor cortés, esa especie de épica medieval mediante la cual los amantes crearon una poética o filosofía amorosa en la cual trovadores les cantaban a sus amadas. Se trataba, en el fondo, de que el cortesano se rindiera de una manera ciega a su doncella, renunciando por completo a su propia voluntad. Quien dictaba el curso era un hombre muy parecido a un cortesano: un señor bajito, fanático de El Quijote, con gafas de marco estilo Lenon, que tenía una secreta afición a diseñar, él mismo, prendedores con diseños pseudo medievales que luego fundía en plata para él un artesano de la universidad.
Y era un enamoradizo. Bastaba verlo mirar a mis compañeras —muchas doncellas, algunas no— para comprender por qué había elegido enseñarnos algo de las artes amatorias; por qué insistía en leer una y otra vez en clave las novelas pastoriles incluidas en El Quijote; por qué creía que Dulcinea existía, pues la había transformado, él solo, en una mujer hermosa, tal como lo había hecho, cuatro siglos antes, don Alonso Quijano.
Creo, con él, que de eso se trata un poco el amor: de transformar las cosas que parecen evidentes en únicas; de conseguir que lo que a todo el mundo le parece normal cobre dimensiones específicas para cada quien. Al pasearme por las páginas de esta revista tuve muchos recuerdos.
No soy un hombre viejo pero me enamoré desde muy joven: recordé, de pronto, que paralelo al curso intensivo de Amor cortés, sostuve una relación por carta con una mujer que vivía en París, y con quien después terminé viviendo siete años: las cartas —como las que se incluyen aquí— han dejado de existir y con ellas la mística del tiempo; pienso en cuántas tardes llegué a la casa de mi madre esperando a que estuviera sobre la repisa de mi cuarto un sobre con estampillas francesas que podía resolver, de un solo tajo, toda mi ansiedad. Para entonces habían dejado de existir los telegramas, telegramas que yo había visto desde pequeño en una maleta secreta donde mi madre guardaba los que mi padre le había mandado a lo largo de los años setenta desde lugares como Cali, donde él se había criado en el colegio San Luis de los Hermanos Maristas. Y claro, dentro de las cartas muchas veces venían fotos como las de Marlene Marino que nos regala en esta edición esas espaldas, y esas piernas, y esos rostros, y esas figuras desnudas sentadas esperando el desayuno.
El amor parece tener que ver con todo y con nada. Como este texto que da vueltas sobre sí mismo sin poder dar en el blanco. Porque el amor es un devaneo, una duda permanente, la sensación cierta de que no podremos, jamás, encontrar la tranquilidad hasta abrazar al otro, quien quiera que sea. Y así, entre cartas, ilustraciones, fotografías, textos sueltos, como este vademécum que lo incluye todo, el amor nunca encuentra sino que sigue buscando.
Juan David Correa, Bogotá, 21 de noviembre de 2013.